Carlos Fabra, marzo de 2011: “Hay quienes dicen que estamos locos por inaugurar un aeropuerto sin aviones, no han entendido nada. Durante mes y medio, cualquier ciudadano que lo desee podrá visitar esta terminal o caminar por las pistas de aterrizaje, algo que no podrían hacer si fueran a despegar o a aterrizar aviones”. Casi un año después, el aeropuerto peatonal de Castellón todavía espera su primer vuelo; es un colosal naufragio aún por estrenar, un monumento al despilfarro a tamaño natural. La obra ha costado 150 millones de euros: casi lo mismo que espera recaudar la Generalitat Valenciana con la subida del tramo autonómico del IRPF en esta arruinada comunidad. Sólo en publicidad de la criatura se han gastado otros 30 millones de euros más.
El aeropuerto de Castellón tiene una pista de 2.700 metros, una terminal de pasajeros y otra de carga, 3.000 plazas de aparcamiento, una estación de bomberos, una depuradora de aguas residuales y hasta una central eléctrica. También tiene halcones y hurones adiestrados, que protegen las pistas vacías por medio millón de euros más; un director que cobra 84.000 euros al año –más que el presidente del Gobierno– por ver pasar los días sin que pase un solo avión; y un coloso de 20 toneladas de metal, una estatua ciclópea en honor a Fabra que ha costado 300.000 euros más.
Castellón aún espera su primer avión. Tal vez nunca llegue, sólo lo hará con una generosa subvención. Me imagino al aeropuerto convertido en una ruina exquisita, dentro de mil años, con una inscripción bajo la gigantesca estatua que alguien debería esculpir: “Mi nombre es Carlos Fabra, rey de reyes. Contempla mi obra, tú poderoso, y desespera”.
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